Pbro Armando Ledesma

El camino de Emaús como propuesta para reflexionar sobre el desafío del “regreso de la Pandemia”. El encuentro con el Resucitado como oportunidad para fortalecer la fe y encender el fuego del amor en el corazón.

Este relato del Evangelio según san Lucas, en el capítulo 24 que relata la aparición de Jesús resucitado a dos discípulos que regresaban a su pueblo Emaús, me inspiró para escribir estas líneas que pretenden ser un aporte para pensar el retorno a nuestras comunidades cuando termine el aislamiento por la pandemia del Covid 19.

El animo inicial de los discípulos estaba impregnando de una profunda tristeza, porque las cosas no se habían dado como ellos lo esperaban y, por eso, se iban de Jerusalén, es decir, se alejaban de la Iglesia naciente que estaba con Pedro en Jerusalén. Es de destacar que los discípulos, a pesar de la desilusión provocada por la muerte del Maestro, seguían pensando y discutiendo sobre Jesús, sus palabras y hechos que lo habían constituido como un gran profeta daban vueltas por sus mentes. Esta actitud de cierta apertura que les da la memoria sobre Jesús, hace que el mismo Señor Resucitado se ponga a caminar junto a ellos, aunque al principio no lo reconocen, es para ellos un “forastero”.

Jesús en el camino, se vuelve un catequista y comienza a recordarles lo que ellos ya sabían, todo lo que la Sagrada Escritura había anunciado sobre quién y cómo sería el Mesías que había de venir. La Palabra de Jesús ilumina la memoria de estos muchachos y comienza a encender un fuego en sus corazones tal como ellos mismo lo expresan: “«¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32). Las Palabras de Jesús les dan la visión del corazón, y el que al principio se les ocurrió que era un “forastero”, se vuelve un amigo a quien invitan a quedarse: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos (Lc 24, 29).

Jesús entra en la casa con ellos y, en un ambiente marcado por la sencillez y el calor de la amistad, Jesús “estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio” (Lc 24, 30). Llegaron a la Eucaristía celebrada por Jesús, se encontraron ante el sacramento. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista”. Llegaron, así, a la visión de la fe.

A pesar de que ya era de noche, y que por aquella época los caminos eran difíciles y peligrosos, la experiencia de Dios que habían vivido no los dejaba tranquilos, sentían la imperiosa necesidad de contarlo de compartirlo con aquellos a quienes no les habían creído y en ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén” (Lc 24, 33).

Volver a Jerusalén significa, de alguna manera volver a la Iglesia. ¿Por qué?, porque allí está reunida la pequeña comunidad naciente, las mujeres, algunos discípulos, los Apóstoles y está Pedro, que confirma la fe de sus hermanos. Los discípulos llegaron, y “allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24, 33-35).

Pasada la pandemia y terminado el aislamiento también nosotros deberemos volver a nuestras comunidades, a nuestra Jerusalén. Ciertamente que, durante el aislamiento en nuestras casas, vivimos la experiencia “de la Iglesia doméstica”, y aquellos que están solos vivieron la experiencia mística de la Iglesia. Todos, acompañados por el recurso de las redes sociales, pudimos tener la misa diaria, y otras formas que el ingenio de cada uno invento para estar “aislados pero unidos”. Por todo esto damos gracias a Dios. Pero cuando termine la cuarentena será esencial volver a nuestras comunidades, parroquias, capillas, oratorios, movimientos e instituciones; solo allí vivimos la experiencia plena de la comunidad, que es esencial para celebrar, crecer y transmitir la fe, esto ya lo advirtió el Santo Padre Francisco, nada puede suplir el encuentro de las personas, mirarnos, saludarnos con un abrazo, y por sobre todo la celebración de la Eucaristía y de todos los sacramentos que nos convierten en el “Santo Pueblo de Dios”.

¿Cómo será nuestro “Volver a Jerusalén”? Es imperioso que nos preparemos. Vemos por los medios de comunicación carteles pintados con el arcoíris y una frase que se repite: “Todo va a estar bien”, son muy lindas estas pequeñas esperanzas diarias, nos dan una inyección de optimismo y confianza para el futuro, pero, si estas pequeñas esperanzas humanas no la ubicamos en la gran “ESPERANZA” que viene de Dios, corren el peligro de perderse como fuerza motivadora. La virtud de la ESPERANZA tiene arraigo en la realidad y ¿cuál es la realidad que nos espera? Yo diría, que está bastante lejos de que “todo va a estar bien”. La pandemia, el aislamiento necesario, y todo lo que tiene que ver con esto, tiene un precio que habrá que pagar; no hace falta ser un experto en medicina, psicología, psiquiatría, sociólogo, economista o político, para darnos cuenta que la pandemia del “Covid 19” nos va a dejar: personas enfermas, el acrecentamiento de la pobreza por la pérdida del trabajo, el hambre y la falta de acceso a la salud, crisis en la educación, deudas grandísimas contraídas por los Estados, etc. etc.

En esta realidad arraiga la ESPERANZA, ¿qué quiere decir esto? Que la ESPERANZA no niega la realidad, sino que nos da la fuerza, el ingenio y el amor para enfrentar y poder trabajar para cambiar el drama de la realidad. Por eso, sería un error para nosotros cristianos que el constatar la realidad tremenda que se nos viene sea motivo de amargura, depresión y tristeza, por el contrario, debe ser una oportunidad para despertar a una fe más profunda y madura. Pero para esto tenemos que prepararnos y la preparación debe comenzar ya. Siguiendo el modelo evangélico de los discípulos de Emaús, debemos hacer durante el tiempo de aislamiento el camino con Jesús, tienen la Biblia o el Evangelio, todos los días debemos tomar un texto, leerlo, meditarlo y convertirlo en una conversación con Jesús.

Debemos pedirle dos cosas al Señor: lo primero lo pongo con las palabras del padre Cantalamessa en su homilía del pasado Viernes Santo en San Pedro junto al Papa Francisco: “La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación. « ¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!» (Sal 44,24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38).

¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido. Es él quien nos impulsa a hacerlo: «Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá» (Mt 7,7).

Lo segundo que le tenemos que pedir a Jesús, en el diálogo de amigos que es la oración, que encienda un fuego en nuestros corazones para poder discernir cómo hacer para el día después de la Pandemia.

Volver a Jerusalén, el retorno a nuestras comunidades deberá ser un reencuentro de hermanos con Jesús. Volver a Jerusalén implica volver a Jesús, volver a sus palabras a sus gestos, a contemplar su crucifixión, “mirar al que fue traspasado por la lanza”. Volver a Jerusalén deberá significar, volver a Francisco y a Gabriel, nuestro padre Obispo, para que ellos nos confirmen en la fe y escuchar de su magisterio: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado!”  (Lc 24, 34). Recomenzar desde aquí, “El Señor ha Resucitado”, esta es nuestra fe, y nuestra fuerza, la que viene del Señor, del Viviente, que hace el camino con nosotros. Debemos trabajar en el conocimiento de nosotros mismos, personal y comunitario, revisar cuáles son nuestras fortalezas y debilidades y, a partir de este conocimiento, amar, amar la realidad, Amar al hermano, al pobre y vulnerable. Y este amor nos dará el ingenio necesario para encarar el apostolado, la catequesis y la evangelización. Nos dará el ingenio, para vivir la caridad y celebrar el AMOR en cada Eucaristía donde se expresa y alimenta la alegría. Porque sin alegría la vida se hace insoportable ya que sin alegría no es posible vivir. El tiempo que viene va a requerir del heroísmo, de la entrega plena y total, ya no hay tiempo para la indiferencia, para las medias tintas, un heroísmo que nos lleve a vivir a fondo la fe en el Resucitado y así poder ofrecer al mundo la única VERDAD y el único AMOR, que puede cambiarlo todo: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado!”

P. Armando Ledesma
Párroco San Carlos Borromeo