Fiesta de San Lorenzo diácono y mártir, patrono de los diáconos, y en ese marco Daniel Gómez, Elio Urdiales, Fernando Roca, Hernán Victorel y Pedro Alderete, de la Escuela de Diaconado recibieron el lectorado. La ceremonia fue presidida por Vicario General Pbro. Luis Albóniga, delegado por Mons. Mestre para que confiera el ministerio del lectorado a los candidatos.

La ceremonia se realizó en la Catedral y participaron casi la totalidad de los diáconos permanentes de la diócesis, a quienes se agradeció el servicio generoso y recibieron la bendición.

Daniel Gómez, de la parroquia Sagrado Corazón de Madariaga

Elio Urdiales, de San Cayetano Mar del Plata

Fernando Roca, de Lourdes Necochea

Hernán Victorel, de Santa Ana Mar del Plata

Pedro Alderete, de Asunción Mar del Plata

Homilía del P Luis Albóniga.

Queridos hermanos: la celebración de San Lorenzo, diácono y mártir, nos ofrece una ocasión para dar gracias por el don del diaconado permanente en la Iglesia. Una vocación que hunde sus raíces en la más antigua tradición de la Iglesia y que tiene insignes representantes a lo largo de la historia, ya desde el mártir Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, junto con Felipe, Prócoro, Nicanor, Timor, Pármenas y Nicolás; pasando por tantos otros y Lorenzo, a quien hoy celebramos. Y me gustaría poder, en nombre del obispo y de Jesús, volver a pronunciar el nombre de cada uno de ustedes.

Si bien el libro de los Hechos, en el capítulo 6, no los llama diáconos, ellos son elegidos por los doce para la diakonía, el servicio. Del mismo modo que, de entre los discípulos, Jesús llama a los doce y los instituye para estar con él y enviarlos a predicar (cf. Mc 3,13); los apóstoles llaman a los siete para prolongar la misión de Jesucristo servidor de todos.

En ambos llamados la iniciativa divina se dirige a personas concretas, son llamados por su nombre y tomados en una situación existencial, en un tiempo particular y en orden a configurarse sacramentalmente como servidores de los hermanos en sus comunidades. Es el corazón de Jesús, el Buen Pastor, amante solícito de su pueblo, de donde brota la iniciativa de suscitar mediaciones para hacer sacramentalmente presente su dinamismo de servicio en su pueblo.

Hoy damos gracias por los diáconos de nuestra Iglesia particular que, suscitados por el Espíritu Santo, escuchan la llamada del Señor a renovar su compromiso de servicio a los hermanos.

La Constitución dogmática Lumen gentium[1] precisa, citando un antiguo documento, las así llamadas constituciones eclesiásticas egipcias[2], que la imposición de las manos al diácono no es para el sacerdocio sino para el ministerio[3], es decir, no para la celebración eucarística, sino para el servicio. Esta indicación, junto con la advertencia de San Policarpo, recogida también por el Concilio[4] traza la identidad teológica específica del diácono: él, como participación en el único ministerio eclesiástico, es en la Iglesia signo sacramental específico de Cristo Siervo. Su tarea es ser «intérprete de las necesidades y de los deseos de las comunidades cristianas» y «animador del servicio, o sea, de la diakonia», que es parte esencial de la misión de la Iglesia.

Hermosas expresiones: “interprete de las necesidades y los deseos de las comunidades cristianas” y “animador de la diakonía”. En primer lugar, establece la tensión fundamental del diácono: estar inserto en el corazón de las comunidades para escuchar el clamor, las necesidades, los deseos y anhelos de los hermanos. Recibe la gracia sacramental para abrir cada vez más el corazón y el oído. En este sentido, su primera misión es escuchar, hacer lugar en el corazón, acoger y atesorar el clamor del pueblo santo de Dios. Esta escucha reclama, a su vez, la capacidad de interpretar, es decir, poner en relación el clamor los discípulos misioneros de su comunidad con el sueño de amor de Jesús para ellos. Por este motivo, el diácono no es un funcionario institucional sino un miembro más de la comunidad con una función específica que le toma toda la vida.

En segundo lugar, el diácono es animador del servicio. La dikonía no es sólo la atención de las personas y las comunidades, sino que él mismo, su persona, sus actitudes y su ejemplo son el principio que anima a que la comunidad crezca como comunidad diaconal, se ejercite en el servicio, participe del ministerio de Cristo servidor. El diácono es animador, un líder cristiano, es decir alguien que con su coherencia de vida señala un rumbo, acompaña un camino, anima la vocación de sus hermanos de comunidad.

¡Cuánta necesidad tiene nuestra iglesia de lideres carismáticos! No según el modelo de este mundo sino en el espíritu del Evangelio. Esto reclama del diácono el cultivo de las actitudes humanas y espirituales que promuevan y entusiasmen, que inquieten y enciendan, en el corazón de sus hermanos y hermanas de comunidad la profunda vivencia, transmisión y compromiso de la fe.

En el camino sinodal, los diáconos tienen una responsabilidad particular, han de ser maestros de la escucha y del diálogo, compañeros de itinerario de discernimiento y cultivadores en la viña del Señor que necesita siempre más de alegres obreros.

Cada diácono encuentra como primeros colaboradores a la esposa y los miembros de su familia. De este modo, la “familia diaconal” recibe la exigente llamada a convertirse en fermento de la familiarización de la Iglesia. Es decir, colaborar para que cada día más, en medio de la fragilidad y las limitaciones, pero sostenidos por la gracia de Dios, siembren y animen la comunidad para que tenga el estilo de familia que ha querido Jesús para ella.

En su tarea de escucha y servicio los diáconos, como Lorenzo, tienen la hermosa misión de cuidar el tesoro de la Iglesia, es decir, los hijos e hijas de Dios. Su participación en la liturgia bautismal, es un signo elocuente de ello, ser servidores de la Vida nueva fruto del misterio pascual. Ellos aplican su vocación matrimonial y paternal al ministerio diaconal. El estilo del liderazgo ha de encarnar así la actitud de un esposo amante y tierno y la de un padre solícito y abnegado.

Los diáconos, en su relación íntima, filial y fraterna con el obispo y los presbíteros, deben promover y cultivar los gestos concretos que permiten a la Iglesia entera decir con la Virgen María: “He aquí la servidora del Señor” y cantar con alegría la hermosa melodía del servicio, que se vuelve anuncio gozoso, misión concreta y universal, por la que el Señor busca atraer a todos hacia sí.

La Palabra de Dios forma parte importante del ministerio diaconal, ustedes queridos diáconos y candidatos al diaconado han escuchado la voz de Dios, por eso están aquí. Ustedes se han dejado seducir por la palabra de vida y han hecho experiencia del Dios que es Palabra. Por eso, en el camino al diaconado son instituidos lectores. La Palabra del Señor incluye hoy sus nombres, porque así son llamados para el ministerio del lectorado: Pedro, Daniel, Fernando, Hernán y Elio. El mismo que los llamó por su nombre en el bautismo los llama ahora al servicio y les pide que se preparen seriamente par el ministerio diaconal.

A partir de hoy son lectores, no sólo para ejercer una función litúrgica sino para asumir el compromiso de unir sus vidas con la Palabra de Dios y para que la Palabra de Dios se exprese en sus palabras y en sus vidas. Hagan de la Palabra de Dios su alimento cotidiano, nútranse íntimamente de ella, para que el ministerio que van a recibir esté animado y sostenido por esta Palabra. Hoy el Señor envía la brasa ardiente de su Palabra para purificar los labios de ustedes (cf. Is 6,6) y los envía como profetas para que proclamen su palabra. No vivan de rentas, proclamando la palabra que escucharon alguna vez en sus vidas, vivan de la frescura de la palabra que brota de los labios del Señor para que puedan llevar la novedad del Evangelio y mover los corazones. Sean lectores con espíritu, preparándose así para asumir el ministerio diaconal, con actitud de docilidad y entrega generosa.

El Señor en el Evangelio ha comparado su vida con un grano de trigo, recuerden que el grano no viene solo, sino en espiga y, por eso, el servidor no es nunca un fancotirador, sino un hombre de comunión. Pero el Señor ha comparado su vida con el grano que cae en tierra y muere para ser fecundo. La muerte no solo refiere al momento de su pasión y de su cruz, sino que describe su vida y su misión como un ejercicio constante y total, como verdadero servicio de amor. Por lo tanto, queridos Pedro, Daniel, Fernando, Hernán y Elio ejercítense constantemente en el arte de amar como el Señor, en la caridad pastoral, que es fruto de la admiración y el amor por Jesús que se hace concreto en el servicio a cada hermano y a la comunidad.

Sean humildes y así serán grandes; estén disponibles y así serán buenos instrumentos en las manos del Señor; cultiven una actitud de permanente de comunión y así tendrán la garantía de que sirven con Jesús y a Él en los hermanos y que no se sirven a ustedes, ni a sus deseos e intereses. Vivan la alegría de saber que son obreros y cuiden el tesoro de la Iglesia, como Lorenzo, especialmente en los pequeños, en los pobres, en los excluidos y descartados. Que su servicio sea eclesial y católico, es decir no en el marco de una ideología, ni tampoco sólo para algunos, sino para todos, con un corazón capaz de abrazar a todos, como el del Señor y Servidor de todos.

Damos gracias a Mons. Gabriel, por su acompañamiento paternal y su discernimiento. Él no ha podido estar presente por su compromiso en la Comisión Permanente del Episcopado, pero me ha llamado hoy para que les trasmita su cercanía, su cariño de padre, hermano y amigo. Agradecemos al P. Ezequiel y al P. Fernando y, en ellos, a quienes los acompañan en el camino de la formación. Gracias a las comunidades a las que pertenecen y que han sido el humus bien dispuesto en el que germinó la llamada que el Señor les dirigió. Un gracias mayúsculo a sus familias, que han asumido la tarea paciente de acompañarlos y sostenerlos y que hoy son llamados recorrer con ustedes el camino hacia el ministerio.

Alabado sea Jesucristo, el Siervo humilde, que nos amó hasta el extremo y que sigue manifestando su amor en cada vocación que suscrita en su Iglesia.


[1] LG 29.

[2] Constitutiones Ecclesiae Æegyptiacae.

[3] «ad sacerdotium sed ad ministerium».

[4] LG 29.